jueves, 11 de octubre de 2018

Bloque 3.3. Compara los imperios territoriales de Carlos I y Felipe II, y explica los diferentes problemas que acarrearon


Los reinados de Carlos I de España y V de Alemania y de Felipe II ocupan la mayor parte del S. XVI, y presentan algunos rasgos comunes, como la subordinación de los intereses castellanos y aragoneses a la política europea, el esfuerzo ingente por mantener la hegemonía española en el mundo, y la defensa a ultranza del catolicismo. Pero también hay claras diferencias: mientras que Carlos I fue un monarca europeo, cosmopolita y de talante abierto, Felipe II fue un rey nacido y educado en Castilla, que apenas salió de España, burócrata y con tendencias autoritarias, lo que facilitará el éxito de su “leyenda negra”.


Con la llegada al tono de Carlos I, la corona de los reinos españoles pasaba a manos de la casa de Austria o de Habsburgo, que reinará en ellos durante dos siglos. En 1516, Carlos I, con diecisie­te años, se hizo cargo del patrimonio de sus abuelos matemos: Castilla (con sus territorios americanos, Canarias y las ciudades del norte de África) y Aragón (con los territorios de Cerdeña, Sicilia y el sur de Italia). En 1519, tras la muerte de su abuelo Maximiliano, recibe los territorios patrimoniales de Austria, que incluían el derecho a ser elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cosa que ocurrirá en 1520, siendo proclamado emperador con el nombre de Carlos V.  A todos estos territorios había que añadir los heredados de su abuela María de Borgoña (Países Bajos, Franco Condado, Charoláis…).

A medida que Carlos iba recibiendo las sucesivas herencias y un vastísimo conjunto patrimonial, fue configurándose una idea imperial calificada, en al­gunas ocasiones, como monarquía universal. Esta idea cobró fuerza tras la elección de Carlos V como emperador del Sacro Imperio en 1519. Personas muy cercanas al emperador, como el intelectual Mercurino Gattina­ra o su preceptor flamenco, Adriano de Utrecht, vieron en él una figura llamada a establecer la paz universal cristiana, salvar la unidad de la Iglesia y luchar contra el islam.

El emperador fue un monarca cosmopolita, y no dispuso ni de una capital fija, ni de una residencia permanente. Sus pose­siones fueron extensas, pero también muy distantes y diversas, en unos tiem­pos en que los medios de comunicación eran muy deficientes. De hecho, el imperio era un conglomerado de reinos, con sus leyes e instituciones propias, que se aglutinaban bajo la figura del emperador.

Con estas premisas es fácil entender los numerosos conflictos a los que tuvo que hacer frente en su reinado. Su nula relación previa con Castilla y sus ansias por obtener el título de emperador provocaron la revuelta de las Comunidades de Castilla, que puso en serios aprietos su reinado, aunque terminó con la victoria imperial en la batalla de Villalar. En Europa, su idea del Imperio universal y del dominium mundi encontró una fuerte resistencia entre los príncipes gobernantes en los territorios imperiales, por lo que tuvo que hacer frente a una serie de conflictos permanentes, que terminaron por agotar sus fuerzas.

Su elección como emperador y la competencia por el dominio de Italia provocará una situación permanente de guerra con Francisco I de Francia, su gran enemigo. Su defensa de la Europa cristiana y hegemónica, le llevarán a la guerra con “el turco”, evitando que ocupase Viena y fijando sus límites territoriales. Por último, su defensa de la ortodoxia católica le llevará a la guerra contra los protestantes alemanes, a raíz de la reforma luterana. A pesar de su gran victoria en Mühlberg,  se verá obligado a firmar la Paz de Augsburgo, reconociendo la libertad religiosa dentro del imperio. Agotado y fracasado, abdicará en 1556, retirándose al Monasterio de Yuste, donde morirá en 1558.

Felipe II solo recibió una parte de la herencia paterna pues Carlos, consciente de la dificultad de gobernar unos territorios tan amplios y diversos, dejó el titulo imperial y la corona de Austria a su hermano Fernando. A pesar de ello Felipe reunirá en su persona un imperio territorial mayor que el de su padre, porque a los territorios de Castilla (incluidos los del América y el Pacifico), de Aragón con sus territorios italianos y los Países Bajos, añadió, en 1581, Portugal y su imperio ultramarino, herencia que recibió a través de su madre, Isabel de Portugal. La muerte sin descendencia del rey portugués, permitió a Felipe II reivindicar su derecho legítimo a convertirse en rey de Portugal. Tras la entrada de las tropas del Duque de Alba en Lisboa, las Cortes portuguesas proclamaron rey a Felipe II en 1581, lo que significó la unión dinástica de ambas coronas y por tanto la consecución de la llamada “unidad ibérica”.

A diferencia de su padre, asentó su Corte en Madrid, poniendo fin a la tradicional corte itinerante, y se rodeó de consejeros castellanos en su mayoría, lo que dotó a su monarquía de un carácter más hispánico.  Si embargo, su política exterior se inspiró en los mismos principios que la de su padre: defensa del catolicismo y de la hegemonía española en el mundo. 

Heredó, por tanto, algunos conflictos de su padre como la lucha contra Francia, a la que derrotó definitivamente en la batalla de San Quintín, y contra los turcos, derrotados por la Liga Santa en  la batalla de Lepanto. Pero surgieron nuevos problemas como la sublevación contra el dominio español de los Países Bajos, provocando una durísima guerra de cien años (1568-1668), que terminará con la independencia de Holanda en el siglo XVII. A este conflicto se unirá la rivalidad con Isabel I de Inglaterra que condujo a un duro enfrentamiento, sobre todo en el mar. El apoyo de la reina inglesa a los piratas que asaltaban los galeones españoles que venían de América, así como el apoyo a los protestantes independentistas de los Países Bajos en su guerra contra España, llevó al monarca a intentar un ataque definitivo, con el envío de la Gran Armada (la invencible) en 1588. La expedición fue un fracaso y supuso un duro golpe para la armada española y para la propia hegemonía de España.

Tantos años de guerras, costeadas en su mayor parte por Castilla, llevaron a Felipe II a la bancarrota en tres ocasiones. Al finalizar su reinado España estaba arruinada y exhausta, y su imperio territorial se encontraba al borde de la desintegración.

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