El
sistema canovista constituye el fundamento del llamado “Sistema de la
Restauración”, que marcó el periodo iniciado en 1875 con el retorno de los
Borbones, en la persona de Alfonso XII. Se trata de un régimen
liberal-conservador, escasamente democrático, y abierto a todos los sectores
dirigentes burgueses, buscando la estabilidad política y el alejamiento de los
militares de la esfera política.
Sin
embargo, el nuevo sistema excluirá a las clases bajas de la vida política,
cerrando el paso a los grupos y movimientos políticos que podían poner en
cuestión el orden social burgués. Así, el ejercicio exclusivo del poder
político corresponderá a una elite de los grandes partidos burgueses, ahora
llamados Conservador y Liberal, cuya alternancia sistemática
en el poder evitará la inestabilidad de la etapa anterior, aunque a cambio, potenciará
prácticas políticas corruptas.
Cánovas
del Castillo es el hombre clave de la Restauración, pues no solo es quien
diseña la estrategia para devolver a los Borbones la Corona, sino quien, una
vez conseguido lo anterior, organiza el nuevo sistema político. Además de
buscar el apoyo diplomático internacional para el reconocimiento de Alfonso XII
como rey, Cánovas pretendía que en el interior del país existiera una unidad en
la opinión pública y en los sectores dirigentes para el restablecimiento de la
monarquía. Para ello la monarquía debería basarse en la conciliación, en que no
hubiera vencedores ni vencidos, y en que la institución se asentara sobre los principios
liberales moderados. Básicamente se trataba de seguir el ideario político del liberalismo
doctrinario, defensor de la soberanía compartida entre la Nación (a través de
las Cortes) y el Rey.
El
nuevo sistema canovista se basa en tres
objetivos: asentar firmemente la
Monarquía como forma del Estado, pilar básico en que se cimentaba el país; crear un marco constitucional que fuera igualmente válido para
los antiguos moderados, unionistas, progresistas y demócratas con la sola
condición de que aceptaran la Monarquía y la alternancia en el gobierno,
acabando con el pronunciamiento como vía para tomar el poder, y resolver el problema de la permanente
intervención militar en el sistema político, propiciando la vuelta de los
militares a los cuarteles, algo que se consiguió durante el reinado de Alfonso
XII.
La
Constitución de 1876, ideada por Cánovas, debía ser el fundamento jurídico del
sistema, por eso contiene elementos de las constituciones anteriores (la de
1845 y 1869), en un intento de contentar a la corriente progresista del
liberalismo y atraerla hacia la monarquía. Los principales aspectos del texto
constitucional son:
La soberanía es compartida y la potestad de hacer las leyes
reside en "las Cortes con el Rey". Así, los poderes del Rey se
acrecientan (incluso dispone, por primera vez, del mando supremo de los
ejércitos, lo que creará una relación especial y directa entre monarca y fuerzas
armadas) y se convierte en el verdadero arbitro del sistema.
La declaración de derechos y deberes es amplia, y recoge
casi todas las conquistas de 1869, pero como en 1845, su concreción se remite a
las leyes ordinarias, y éstas, en su mayor parte, tendieron a restringirlos,
especialmente los de imprenta, expresión asociación y reunión.
El reconocimiento de
la confesionalidad católica del Estado,
y la garantía del sostenimiento del culto y clero.
En cuanto a los poderes del Estado, el poder legislativo corresponde a las
Cortes y al Rey, ambos con iniciativa legal. La Corona tiene la potestad de
sancionar las leyes, de vetar una ley y de disolver las Cámaras, en cuyo caso
debe convocar nuevas elecciones en un plazo máximo de tres meses. Las Cortes
son bicamerales, con un Senado, sin elección popular, y un Congreso cuyos
diputados son elegidos cada 5 años por sufragio directo, que será censitario
hasta 1890, y a partir de ese año, universal. El poder ejecutivo lo
ejerce la Corona a través de los ministros, que responden ante las Cámaras. El
Rey elige libremente al jefe del Gobierno y no es responsable ante las Cortes. El poder
judicial es independiente y se reafirma la unidad de códigos, al
restringirse los fueros vascos, especialmente tras la derrota carlista en la 3ª
y última guerra civil del siglo XIX.
Los Ayuntamientos y Diputaciones quedan bajo control gubernamental, por
lo que la organización del Estado se lleva a cabo desde una óptica conservadora
y centralista.
La
España de la Restauración tiene una estructura
de partidos que enlaza con la del periodo isabelino, aunque con ligeros
cambios. Los antiguos moderados y progresistas pasan a ser Conservadores y Liberales,
caracterizados ambos por ser partidos de notables, provenientes de capitales de
provincia, y que no representan de hecho a la sociedad real ni a sectores
concretos como son las burguesías de los territorios periféricos o el
proletariado.
El
Partido Liberal-Conservador integra a antiguos moderados, unionistas y algunos
progresistas disidentes, y durante estos años se denominará Partido
Conservador. Su programa, reflejo del pensamiento de Cánovas, se basa
en la defensa del orden social, la Monarquía y la propiedad. Sus apoyos
principales se encuentran entre la aristocracia terrateniente del sur de
España, las clases medias gallegas o de Levante y, desde los años 80, las
organizaciones católicas, que siguen las indicaciones del Papa León XIII, en su
encíclica “De rerum novarum” sobre la necesidad de su participación en la política.
El Partido
Liberal-fusionista: Tiene su base en el antiguo
Partido Constitucional de Sagasta, formado durante el reinado de Amadeo I por
progresistas e izquierdistas de la Unión Liberal. En el inicio de la
Restauración, se situó en una oposición defensora de las libertades recogidas
en la Constitución del 69, pero poco a poco, se impuso la tesis de integrase en
el sistema como oposición liberal, aceptando la monarquía de Alfonso XII. En
1880 con la unión de todas las corrientes nació el Partido Liberal-Fusionista, llamado simplemente Partido
Liberal, con un programa en favor del progreso y la libertad basado en la
defensa de los derechos y libertades individuales y del sufragio universal.
A partir de
1881, cuando el Partido Liberal, liderado por Sagasta, forma gobierno por
primera vez, comenzó una alternancia que caracterizó al sistema hasta su
definitiva crisis en 1923, y que se conoce como turnismo. Esta práctica
de alternancia política entre Conservadores y Liberales, se llevará a cabo al
margen de la voluntad popular y de la propia Constitución; quedando institucionalizada
en el “Pacto de EI Pardo”, realizado por Cánovas y Sagasta a la muerte
de Alfonso XII en 1885.
Este acuerdo,
que buscaba dar estabilidad a la regencia de María Cristina, les comprometía a
permitir la rotación pacífica de los dos partidos en el gobierno. Se
comprometían también a respetar la legislación que cada uno realizara en el
ejercicio del poder; de esta forma se consolidaba el bipartidismo, dejando
fuera a las demás fuerzas políticas, tanto de la izquierda como de la
ultraderecha. El sistema turnista ayudará a superar la crisis de fin de siglo y
a dar estabilidad a la larga regencia de Mª Cristina, pero a costa de agudizar
la corrupción política y de falsear la voluntad popular, lo que provocó que la
ciudadanía fuera cada vez más ajena al régimen.
Para que en el
turno pacífico funcionase era necesario el caciquismo como práctica electoral.
La palabra cacique (literalmente, «señor de indios») alude aquí a la persona,
generalmente terrateniente local o, en ocasiones, eclesiástica, que, por sus
relaciones con la administración, controlaba los resortes de poder y podía
indicar el sentido del voto de un núcleo de población o comarca, al
proporcionar trabajo o favorecer económica y socialmente a sus clientes.
El cacique era
vital en el reparto de cargos públicos en el ámbito local y en la manipulación
electoral, necesaria para que los dos partidos del sistema se turnasen en el
poder, garantizando que el que ganaba las elecciones respetaba la legislación
del anterior, y que el que perdía, conseguía los suficientes escaños. A los
demás partidos, situados fuera del sistema de turno, se les impedía toda
representación parlamentaria significativa, lo que a la larga llevará a todos
ellos a situarse frente al sistema y también frente a la monarquía.
El caciquismo
se veía favorecido por el desinterés del pueblo hacia las elecciones, el atraso
económico, las relaciones de dependencia de los campesinos hacia los patronos
en las zonas rurales y el analfabetismo.
Su funcionamiento
seguía un esquema simple: todo se
ponía en marcha cuando el jefe del gobierno en ejercicio presentaba su dimisión
al rey porque acusaba el desgaste de su gestión o, sencillamente, porque los
líderes de los dos partidos dinásticos consideraban necesario el relevo. Al
mismo tiempo se sugería a la Corona el nombramiento de un nuevo gabinete, cuyo
jefe sería el líder del otro partido dinástico, en ese momento en la oposición.
El nuevo jefe
de gobierno, para formar la mayoría parlamentaría que necesitaba, obtenía del
monarca el decreto de disolución de las Cortes y componía con su ministro de la
Gobernación una lista de candidatos a los que se debía conceder escaño en las
elecciones. Se trataba de los encasillados, muchos de los cuales
ni tan siquiera eran naturales de la circunscripción por la que se presentaban,
por eso se les conocía como diputados cuneros. A continuación,
en las negociaciones llevadas por el gobierno y el gobernador civil en el
ámbito local, hacía su aparición el cacique,
pues era quien podía entregar los votos de la clientela que se había ido
creando, a un candidato u otro. De hecho, las negociaciones previas a las
elecciones y sus resultados solían publicarse en la prensa, con anterioridad
incluso a que se produjeran las votaciones. El «pucherazo» suponía la
utilización de todos los medios para imponer al candidato: coacciones previas,
fraude en la confección del censo y las listas, manipulación de los votos,
destrucción de actas electorales, cambio del horario de apertura y cierre de
las mesas electorales sin previo aviso, etc.
Así, todo el
sistema acabó descansando en el voto de las zonas rurales, sobre todo de las
más atrasadas (Galicia, Andalucía oriental), donde, increíblemente, llegaba a
participar el 80% del electorado, mientras que en las ciudades no lo hacía más
que el 20%. Eran los votos urbanos, difíciles de controlar, los que
representaban la oposición y constituían una amenaza para el corrupto sistema
electoral.
Este sistema
entrará en crisis durante el reinado de Alfonso XIII, debido a la enorme
corrupción, pero sobre todo, al cambio de mentalidad propiciado por la crisis
de 1898, al desarrollo de los partidos de izquierdas y al nacimiento y
desarrollo de los partidos nacionalistas, especialmente en Cataluña.
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