TEMA 13. EL RÉGIMEN DE LA
RESTAURACIÓN (1875-1902)
En la Historia de
España se entiende por Restauración el periodo iniciado en 1875 con el retorno
de los Borbones, en la persona del hijo de Isabel II, Alfonso XII y caracterizado por unas
circunstancias socioeconómicas y un sistema político bien determinados, cuya
quiebra definitiva en la segunda década del siglo XX dará paso en 1923 a la
dictadura de Miguel Primo de Rivera. Se trata de un régimen
liberal-conservador, no democrático, que pretendía alejarse del exclusivismo de
la etapa isabelina y de la democratización del Sexenio:
Por una parte, se
creará un sistema político compartido y abierto a todos los sectores dirigentes
burgueses, de tal forma que ningún grupo se viera obligado a recurrir al pronunciamiento
militar o a la movilización popular para acceder al poder, como había sucedido
con los progresistas desde 1845. Por otra parte, se excluirá a las clases bajas
de la vida política, cerrando el sistema a los grupos y movimientos populares,
cuya presencia a partir de 1868 había resquebrajado el orden social burgués.
La
Restauración fue un giro conservador, que se explica por el temor de las clases
propietarias a repetir los peligros de la experiencia democrática del Sexenio y
perder su posición dominante. Así, el ejercicio exclusivo del poder político
corresponderá a una elite de los grandes partidos, ahora llamados conservador
y liberal, herederos de los viejos
grupos moderados y progresistas, pero con una alternancia pacífica que no
existió en la época isabelina; lo que proporcionará estabilidad política al
sistema, que no se verá afectado en sus fundamentos hasta avanzado el siglo XX.
Hasta
el inicio del reinado de Alfonso XIII (1902), transcurre una larga época
presidida por la Constitución de 1876 y su funcionamiento adulterado por la
manipulación electoral y el caciquismo, una etapa que se verá golpeada en su
monótono discurrir, primero por la temprana muerte de Alfonso XII (1885), y
después, durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, por la crisis de
fin de siglo y el desastre de 1898.
Tras
el golpe del general Pavía y la disolución de las Cortes, en enero de 1874, se
estableció un régimen bajo la presidencia del general Serrano, que concentró
sus esfuerzos en establecer el orden y el control del país desde el poder
central acabando con los últimos focos cantonalistas y haciendo frente a los
carlistas en el Norte.
Con
menguados apoyos sociales y sin un proyecto político claro, la posición de
Serrano era frágil frente a la opción que hábilmente preconizaba Antonio
Cánovas del Castillo en favor de una restauración monárquica en la figura de
Alonso XII (en quien había abdicado Isabel II en 1870) y que había calado en
los sectores más influyentes de la clase dirigente, del Ejército, y de las
clases medias.
I.
EL SISTEMA CANOVISTA. LA CONSTITUCIÓN DE 1876 Y EL TURNO DE PARTIDOS
A. El
proyecto canovista de restauración de la Monarquía
Cánovas del Castillo es el hombre clave de
la Restauración, pues no solo es quien diseña la estrategia para devolver a los
Barbones la Corona, sino quien, una vez conseguido lo anterior, organiza el
nuevo sistema político. Además de buscar el apoyo diplomático internacional
para el reconocimiento de Alfonso XII como rey, Cánovas pretendía que en el
interior del país existiera una conjunción de intereses y una unidad en la
opinión pública y en los sectores dirigentes para el restablecimiento de la
monarquía. Para eso, la monarquía debería basarse en la conciliación, en que no
hubiera vencedores ni vencidos, y en que la institución se asentara sobre
principios tan liberales como lo permitiesen las circunstancias.
En este sentido, el 1 de diciembre de 1874
Alfonso XII firmaba el “Manifiesto de
Sandhurst”, (en cuya academia militar cursaba estudios por consejo de Cánovas)
exponiendo los principios de la futura monarquía: sería dialogante,
constitucional y democrática, y con voluntad de integrar buena parte de los
progresos políticos recogidos en el Sexenio. Cánovas buscaba así la vuelta a la
Monarquía de forma pacífica, pero los generales monárquicos Martínez Campos y
Jovellar se adelantaron y se pronunciaron el 29 de diciembre en Sagunto a favor
de la Monarquía.
Restaurada la monarquía en la persona de
Alfonso XII, se puso en marcha el proyecto canovista, siguiendo el ideario
político basado en el liberalismo doctrinario, sustentador del principio de la
soberanía compartida de la Nación (a través de las Cortes) y el Rey, y que debía
cumplir tres objetivos:
a. Asentar firmemente
la Monarquía como forma del Estado, fuera de toda discusión y por encima de
las leyes, pues era consustancial a la historia de España y constituía el pilar
básico en que se cimentaba el país. Debía recuperar, por tanto, el prestigio
perdido durante el reinado de Isabel 11 y desempeñar un papel protagonista en
la vida política, compartiendo la soberanía con las Cortes.
b. Crear un marco
constitucional que fuera igualmente válido para los antiguos moderados,
unionistas, progresistas y demócratas con la sola condición de que aceptaran la
Monarquía y la alternancia en el gobierno, acabando con el pronunciamiento como
vía para tomar el poder.
c. Resolver el
problema de la permanente intervención militar en el sistema político,
propiciando la vuelta de los militares a los cuarteles, algo que consiguió
durante el reinado de Alfonso XII.
B.
La Constitución de 1876.
La
Constitución de 1876 será la de más larga vida del constitucionalismo español,
en parte por su sobriedad, que permitía una gran elasticidad al interpretar sus
principios, y en parte por su planteamiento ecléctico, pues pretendía ser una
síntesis de las constituciones de 1845 y 1869 para permitir gobernar a todas
las tendencias que aceptaran el sistema liberal y la Monarquía. Los principales aspectos del texto
constitucional son:
Ø La soberanía, como en las constituciones anteriores al
69, es compartida y la potestad de hacer las leyes reside en "las Cortes
con el Rey". Se abandona la idea de que sólo la nación es el origen de
todo poder político, quedando la Corona por encima de la Constitución; pues era
el fundamento mismo del Estado. Así, los poderes del Rey se acrecientan
(incluso dispone, por primera vez, del mando supremo de los ejércitos, lo que
creará una relación especial y directa entre monarca y fuerzas armadas) y se
convierte en el verdadero arbitro de todo el sistema.
Ø La declaración de derechos y deberes es prolija, y recoge
casi todas las conquistas de 1869, pero como en 1845, su concreción se remite a
las leyes ordinarias, y éstas, en su mayor parte, tendieron a restringirlos,
especialmente los de imprenta, expresión asociación y reunión.
Ø La
cuestión religiosa se resolvió con un reconocimiento de la confesionalidad
católica del país y la garantía del sostenimiento del culto y clero. A cambio,
una ambigua libertad de creencias permitía otros cultos mientras respetaran la
moral católica, prohibiéndose sus manifestaciones públicas.
Ø El
poder legislativo corresponde a las Cortes y al Rey, ambos con iniciativa
legal; la Corona tiene la potestad de sancionar las leyes, de vetar por una
legislatura una ley y de disolver las Cámaras, en cuyo caso debe convocar
nuevas elecciones en un plazo máximo de tres meses. Las Cortes son bicamerales,
con una Cámara alta compuesta de tres tipos de senadores: por derecho propio
(Grandes de España, y altos cargos); por
designación real vitalicia y elegidos por las corporaciones y los mayores
contribuyentes, y que serán la mitad de la cámara. Los diputados del Congreso
son elegidos cada 5 años por sufragio directo, dejando para la ley electoral el
carácter censitario o universal del mismo (desde 1878 a 1890, el sufragio será
censitario).
Ø El poder ejecutivo lo ejerce la Corona a través de los
ministros, que responden ante las Cámaras. El Rey elige libremente al Jefe del
Gobierno y no es responsable ante las Cortes.
Ø El poder judicial es independiente y se reafirma la unidad de
códigos, al restringirse los fueros vascos, especialmente tras la derrota
carlista.
Ø Los Ayuntamientos y Diputaciones quedan bajo control
gubernamental, pues se remite su funcionamiento a leyes orgánicas que se
orientarán en sentido conservador y centralista.
Aunque se intentaba establecer un sistema
flexible que acogiera a los distintos grupos políticos y diera así durabilidad
al nuevo régimen, éste tuvo, de hecho, un marcado cariz conservador, tanto en
el terreno político como, sobre todo, en materia social y económica. Así, a
medida que las leyes complementarías desarrollaron el texto constitucional, la
práctica política devino más conservadora que la propia Constitución.
C.
El funcionamiento del sistema: Los partidos dinásticos y el turnismo
c.1.Los partidos
dinásticos
La
España de la Restauración tiene una estructura
de partidos que enlaza con la del periodo isabelino, si bien ha
experimentado cierta reorganización durante el Sexenio. Los antiguos moderados
y progresistas pasan a ser conservadores
y liberales, caracterizados ambos por ser partidos de notables,
provenientes de capitales de provincia generalmente, y que no representan de
hecho a la sociedad real ni a sectores concretos, que se desarrollan con la
industrialización, como son las burguesías periféricas o el proletariado. Así,
tenemos dos partidos dinásticos:
Ø
El Partido Liberal-Conservador:
nace como tal a partir de la
asamblea que preparó el texto constitucional,
integrando a antiguos moderados, unionistas
y algunos progresistas disidentes, y se consolida en el ejercicio
del gobierno durante los años siguientes.
Desde 1884 se denominará simplemente Conservador. Su programa,
basado en la defensa del orden social, la
Monarquía y la propiedad, era reflejo
del pensamiento de Cánovas. Sus apoyos principales
se encuentran entre los grupos dirigentes del sur de España,
las clases medias de la fachada atlántica o de Levante y,
desde los años 80, se incorporan
también un buen número de católicos que siguen las indicaciones papales sobre
participación en la vida política de los
católicos.
Ø
El Partido Liberal-fusionista: El sistema para
consolidarse necesitaba incorporar a sectores políticos y personajes
procedentes del Sexenio que pudieran constituir un partido alternativo. El grupo más proclive a ello era el
del antiguo Partido Constitucional de Sagasta, formado durante el reinado de
Amadeo I por progresistas e izquierdistas de la Unión Liberal. Este grupo, en
la oposición durante la República, fue el principal apoyo del gobierno de
Serrano en 1874 y tras la Restauración, se
situó en una oposición moderada defensora de las libertades recogidas
en la Constitución del 69. Poco a poco se
impuso la tesis de integrase en el sistema como «oposición liberal
dinástica», que culminó en
1880 con la unión de todas las corrientes en el Partido Liberal-Fusionista, futuro Partido
Liberal, con un programa común en favor del progreso
y la libertad basado en cinco puntos: defensa de los
derechos individuales, sufragio
universal, responsabilidad judicial
de las autoridades, introducción del
jurado e iniciativa constitucional por
unas Cortes expresamente convocadas a tal fin.
c.2. La práctica política: turnismo y caciquismo
Cuando
en 1881, los liberal-fusionistas
formaron gobierno por vez
primera, comenzó una alternancia
que caracterizó al sistema hasta su definitiva
crisis en 1923.
El turnismo como se llamó
al ejercicio (acordado
al margen de la voluntad popular) de
conservadores y liberales
en el gobierno,
aunque puesto en práctica y establecido
tácitamente
desde antes, quedaría
explicitado en el llamado
“Pacto
de .EI Pardo”,
realizado por Cánovas y Sagasta a la
muerte de Alfonso XII
en 1885 para
consolidar
la Regencia.
Este
acuerdo, cumplido
por ambos líderes, y vigente
hasta 1898,
les comprometía a permitir la rotación pacífica y regular de los dos partidos en el
gobierno, facilitando el relevo cuando el
partido gobernante perdiera prestigio y apoyos en la
opinión pública, y
a respetar
la legislación que cada uno realizara en el
ejercicio del
poder. El pacto, que
consolidaba el bipartidismo
al establecer entre
ambos partidos una solidaridad frente a cualquier pretensión
de asalto al Estado
desde la izquierda o desde la ultraderecha, ayudará
a superar la crisis de fin de siglo y a dar
estabilidad a la larga regencia, si
bien a costa de agudizar la corrupción política y desvirtuar
la realidad política del país falseando la voluntad popular,
cada vez más ajena al régimen. Se trataba, en
definitiva, de una subversión del sistema constitucional.
Pero,
para que en el régimen hubiera un turno pacífico de acceso al gobierno
por parte de los dos partidos
dinásticos era necesario el caciquismo
como práctica electoral. La
palabra cacique (literalmente, «señor de
indios») alude aquí a la persona, generalmente
terrateniente local o,
en ocasiones, eclesiástica,
que al proporcionar trabajo o favorecer económica y socialmente
a sus clientes por sus relaciones con la
administración, controlaba los principales resortes
de poder y el voto de un núcleo de población o
comarca.
A
través del cacique
se hacía el
reparto de cargos públicos en el ámbito
local y la manipulación
electoral con la
que uno de los dos principales
partidos se aseguraba una cómoda mayoría
en las Cortes, al
tiempo que
concedía un
número razonable de escaños
al otro para
mantenerlo en el sistema
como oposición dinástica,
mientras que a los
demás partidos se les impedía
toda representación
parlamentaria significativa.
Este sistema se veía
favorecido por el desinterés
del público hacia
las consultas electorales,
el atraso económico,
las relaciones
de dependencia de los campesinos
hacia los patronos
en las zonas rurales y el
analfabetismo, y,
aunque presentó
múltiples
variantes,
funcionaba con
un esquema simple:
El
sistema se ponía en marcha
cuando el jefe del gobierno en ejercicio
presentaba su
dimisión al rey porque acusaba el
desgaste de su gestión o, sencillamente,
porque los líderes
de los dos partidos dinásticos
consideraban necesario el relevo,
sugiriendo a la Corona
el nombramiento de un nuevo gabinete,
cuyo jefe sería invariablemente el líder del otro
partido dinástico,
entonces en la oposición.
El
nuevo presidente del consejo de ministros, para
formar la mayoría parlamentaría de la que
carecía, obtenía del monarca (casi
a la vez que su nombramiento) el decreto de disolución de las Cortes y
componía con su ministro de la Gobernación una lista de seguidores
a los que se debía conceder escaño en las elecciones, tarea
difícil, tanto por el número
de aspirantes propios como por las exigencias
de representación parlamentaría del dirigente
político del partido
saliente. Era a
continuación, en
las negociaciones llevadas por el gobierno
y el gobernador civil en
el ámbito local, cuando
hacía su aparición el cacique, pues era
quien podía entregar
los votos de la clientela que se había ido creando a un candidato
u otro. De hecho,
las negociaciones
previas a las elecciones y sus resultados solían
publicarse
en la prensa, con anterioridad
incluso a que se produjeran
las votaciones.
Con
esta práctica electoral hacían su aparición
el «encasillado» y el «pucherazo».
El primero era
el listado de
candidatos designados por el
gobierno
para salir elegidos por
adecuarse a sus intereses,
siendo en ocasiones,
“diputados cuneros”, es
decir, ajenos y desconocidos
en la circunscripciones
electorales por las que se presentaban, y
que resultaban elegidos
gracias a la acción
de los caciques. El «pucherazo»
suponía ya la
utilización de todos
los medios para imponer
al candidato:
coacciones previas, fraude
en la confección del censo y las
listas, manipulación
de los votos, destrucción de
actas electorales, cambio
del horario de apertura y cierre
de las mesas electorales
sin previo aviso, etc.
Así,
todo el sistema acabó descansando en el voto de las zonas rurales,
sobre todo de las más atrasadas (Galicia, Andalucía
oriental), donde, increíblemente,
llegaba a participar
el 80% del electorado,
mientras que en las ciudades no lo hacía más
que el 20%. Pero los votos urbanos, difíciles de controlar, eran los llamados «votos
verdad», a menudo los que representaban la
oposición y constituían una amenaza para el corrupto sistema electoral.
II. LA EVOLUCIÓN POLÍTICA DEL SISTEMA
HASTA FINALES DE SIGLO.
Pueden
distinguirse
dos etapas principales: el
reinado de Alfonso XII, desde el pronunciamiento
de 1874 hasta
su muerte
en 1885, período
de rodaje del sistema,
y la regencia de María Cristina de Habsburgo durante la minoría
de edad de Alfonso
XIII (1885-1902),
cuando el régimen afronta la
pérdida de los restos
del imperio colonial.
a. El
reinado de Alfonso
XII (1875-1885).
Alfonso
XII, presentado
a los ojos de
la nación como
pacificador,
comienza
su reinado
con Cánovas al frente
del gobierno,
que afronta,
hasta la
llegada de los
liberales
al poder
en 1881, tareas de pacificación
militar, con
la finalización
de Las guerras
carlista (con
su rendición
en marzo de 1876
y la firma del
Manifiesto de Somorrostro),
y cubana (Convenio de Zanjón en
febrero de 1878).
Su labor política culminará
con la elaboración
de la Constitución
de 1876 y sus leyes
complementarias
posteriores.
El
dominio en exclusiva
del Partido Conservador
durante la segunda mitad
de los setenta dará
un cariz moderado
a las leyes orgánicas
que desarrollaban el
texto constitucional y
que reforzaban el
control del Estado
sobre el ejercicio efectivo
de los derechos enunciados
en la Constitución.
La Ley de
Imprenta de 1876,
que exigía un
depósito
previo y autorización
gubernamental
para nuevas publicaciones,
tipificando
como delito a juzgar
por un Tribunal
de Imprenta, cualquier
ataque
o crítica
a la Monarquía
o al sistema
político
y social,
por leve que fuera.
Mientras, el control
de la enseñanza,
provocaría
la expulsión
o el abandono
de sus puestos
de profesores
de Universidad
y de Secundaria,
(dimisión
de Castelar).
El gobierno
conservador reguló
la elección de Municipios y Diputaciones por
ley de diciembre
de 1876, y
estableció el nombramiento
regio para alcaldes de ciudades
de más de 30.000
habitantes,
al tiempo que daba a los gobernadores
civiles la potestad de aprobar
los presupuestos
municipales.
La ley electoral de 1878 estableció
un sufragio censitario
muy restrictivo (el censo
electoral
lo componían unos
850.000 españoles, apenas
un 5% de la población),
predominando zonas
agrarias de propiedad
minifundista y de tendencias
conservadoras.
También
quedaron
sometidas
a la interpretación
del gobierno las
libertades de reunión y asociación.
En febrero
de 1881, los
fusionistas
iniciaron
su primera etapa
de gobierno, en la que
la orientación
liberal fue bastante
tímida. Así,
el gabinete de Sagasta
tomó medidas
para terminar
con las restricciones
de las libertades: La
Ley
de imprenta de 1883 redujo
los tipos delictivos
de la ley de imprenta
de 1879 (siempre
con el límite
de no cuestionar la Monarquía) y devolvió
sus cátedras a
los profesores represaliados.
b. la
regencia de María Cristina de Habsburgo (1885-1902)
De nuevo
gobierno
en noviembre de
1885 y comenzó
tras las elecciones
el llamado Parlamento
Largo (fue el único de la Restauración
que duró casi
hasta el límite
fijado en
la Constitución),
durante el que realizó
una amplia
labor legislativa,
continuación
lógica de la hecha
en 1881 y que, ahora
sí, supuso una reforma
del sistema político.
Así,
la libertad de asociación fue regulada
mediante la Ley de 1887,
y permitió el desarrollo
del movimiento obrero,
así como la actuación legal
de las confesiones
religiosas no católicas.
En
1889 el Código Civil, que
consagraba legalmente
un orden social
basado en
la primacía absoluta
de la propiedad
como derecho individual,
mantenía la
legislación
foral donde
existía y permitía
la coexistencia
del matrimonio
canónico
y el civil. Se
restableció igualmente,
mediante la
Ley
de abril de 1888,
la vista
oral pública
y el
juicio por
jurado,
al que se atribuyeron los
delitos en materias
fundamentales,
como los de imprenta,
y que eran viejas
conquistas del Sexenio
suprimidas
después por
Cánovas.
Restablecimiento
definitivo del sufragio universal masculino
por la Ley electoral de 1890, que ampliaba
el derecho al voto a los
varones mayores
de 25 años.
III. LA OPOSICIÓN AL SISTEMA. REGIONALISMO Y NACIONALISMO
A.
Partidos antidinásticos
·El
carlismo, derrotado militarmente,
perdió fuerza política
por sus divisiones
internas. Pese a su arraigo en el Norte,
Cataluña y Valencia,
su marginación política
continuó, en parte porque algunos de sus
postulados fueron recogidos por otras
fuerzas: caso de los nacionalismos con las aspiraciones foralistas y
regionalistas, o de la Unión Católica
con el catolicismo militante.
·Los
republicanos constituían partidos de notables dirigidos por
intelectuales y profesionales de reconocido prestigio y cuyo radicalismo
reformista y anticlericalismo fue visto por los partidos dinásticos como una
amenaza para el sistema. Sin embargo, sus posibilidades electorales, pese a
mejorar con el sufragio universal (victoria en 1892 en Madrid, Valencia y
Barcelona), se reducían a un puñado de escaños
que aseguraban la supervivencia de sus líderes.
B.
Regionalismo y nacionalismo
Regionalismo y nacionalismo surgieron como nueva oposición al sistema de
la Restauración. El regionalismo pretendía un cierto nivel de
autogobierno en una región determinada, estableciendo como límite lo que
afectase a la soberanía de España como Estado. El nacionalismo intentaba
desbordar ese límite, aunque no significaba necesariamente la reivindicación de
la independencia.
Hasta la
restauración las reivindicaciones foralistas o regionalistas se habían
canalizado a través del republicanismo federal, si era progresista, y del
carlismo, cuando era conservador. Una vez que ambas corrientes quedaron
debilitadas, surgieron movimientos reivindicativos de los llamados “derechos históricos” de catalanes y
vascos, y en menor medida, de gallegos y valencianos.
Entre los factores que propiciaron el nacionalismo
se pueden citar:
· Los movimientos culturales que rescataban la riqueza
de las lenguas vernáculas y de las costumbres autóctonas – fomentadas por el
romanticismo -, reivindicaban su memoria colectiva de un modo más o menos
idealizado, y criticaban el centralismo del Estado liberal.
· Las diferencias económicas, por las repercusiones de
la industrialización entre algunas regiones afectaron a su relación con el
resto del territorio. La burguesía de las regiones periféricas reivindicó el
proteccionismo como vía para defender sus intereses, frente a la filosofía
librecambista del Gobierno de Madrid. El desarrollo de los nacionalismos
coincidió así mismo con el auge del nacionalismo en Europa.
Ø En
Cataluña: La primera conciencia
regionalista-nacionalista se expresó con el movimiento cultural de la Renaixença, en el que destacaron
Jacinto Verdaguer y Ángel Guimerá. Tras la experiencia federalista de Pi y
Margall, durante la república, los grupos nacionalistas se
aglutinaron con la restauración, en torno al federalista Valentí Almirall
(promotor del "Memorial de Greuges" presentado al Rey en 1885) o al
Centre Cátala (fundado en 1882 por Almirall
y Prat de la Riba). En 1891 surge la Unió Catalanista,
cuyo programa, las «Bases
de Manresa» (1892),
fijaba, sin establecer el método para
conseguirlas, una serie de reivindicaciones
políticas y culturales para Cataluña:
autogobierno,
derecho civil catalán y uso de la lengua propia, así como la defensa de los
intereses económicos de la burguesía catalana. No se planteaba la
independencia. En 1901 se funda la Lliga
Regionalista de Cataluña, por Prat de la Riba y Francesc Cambó.
Ø En
el País Vasco: las aspiraciones foralistas y
culturales cristalizaron algo más tardíamente en el nacionalismo
de Sabino Arana, fundador en 1895
del Partido Nacionalista Vasco. Las bases ideológicas pasaban por la reivindicación
de la tradición, el foralismo carlista y el integrismo católico, así como los
valores de la sociedad tradicional
vasca (“Dios y Leyes viejas”). Las
ideas de Arana se radicalizaron, con una feroz crítica a la industrialización
como responsable de la pérdida de las tradiciones vascas, un giro racista,
defensor de la raza vasca frente a los maquetos,
considerados culpables de la degeneración de la raza vasca por el mestizaje
(antiespañolismo), así como la reivindicación de la independencia. Desaparecido
Arana Poco a poco fue arraigando como una opción nacionalista
católica y conservadora entre las clases
medias, temerosas de la clase obrera vasca.
El movimiento
regionalista fue más débil y tardío, desarrollándose a principios del siglo
XX, sobre todo en Galicia, Valencia y Andalucía.
El regionalismo gallego tuvo un importante
componente cultural, con “O
Rexurdimiento” de Rosalía de Castro, como reacción al atraso y marginación
de Galicia y reivindicando la lengua gallega. El regionalismo valenciano
parte también de un renacimiento cultural Renaixensa,
y se caracterizó por el rechazo del centralismo del Estado y del nacionalismo
catalán. El regionalismo andaluz tuvo su punto de partida en el
movimiento cantonal de 1873, destacando en su formación Blas Infante.
C.
Organizaciones obreras
El
movimiento obrero inició su reorganización en tomo a dos corrientes: la
anarquista y la marxista; esta
última, que propugnaba la participación obrera en la acción política,
fundará en 1879 el Partido Socialista Obrero Español (P.S.O.E.), como
un partido de masas con un programa que perseguía la conquista del poder
político por la clase obrera para abolir la propiedad privada y la sociedad de
clases, incluyendo una larga lista de
reivindicaciones políticas y socio-laborales. En cualquier
caso, no tendrá mayor incidencia política durante esta etapa.
IV. LA
LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO COLONIAL: LA CRISIS DEL 98
El
fin del Imperio colonial español en América y Asia fue el desencadenante de una
crisis nacional, ante la desmoralización, el escándalo y la debilidad militar y
política demostrada por el régimen de la Restauración. El conjunto de
acontecimientos conocidos bajo el nombre de desastre del 98, supone cierta
ruptura respecto al pasado y el inicio de una nueva etapa en la historia
española contemporánea.
A.
Factores y circunstancias de la cuestión cubana:
a.1. Las relaciones socioeconómicas. Desde mediados del
siglo XIX Cuba vivía unos cambios económicos y sociales que contribuyeron a
reducir su dependencia respecto a la metrópoli. Por un lado, con el desarrollo
del mercado azucarero con Estados Unidos y la creciente competencia del azúcar
de remolacha peninsular, aumentaron las exportaciones isleñas a Norteamérica;
pero la política colonial española dificultaba estas relaciones (la ley
arancelaria de 1891) en beneficio de los vínculos con la metrópoli, que así
conseguía en parte equilibrar su balanza de pagos. De Cuba se recibían azúcar,
cacao y tabaco y a la isla se vendían telas de algodón entre otros productos
que suponían casi la mitad de las importaciones cubanas. Por otro lado, la progresiva sofisticación de
la producción azucarera y las trabas legales a la trata de esclavos, permitió
disminuir la mano de obra negra en las plantaciones (y no sin resistencias,
finalmente abolir la esclavitud en 1880), lo que unido a la fuerte inmigración
blanca, eliminó para siempre el temor criollo a un levantamiento de esclavos y,
con ello, la necesidad, de la metrópoli para sofocarlo.
a.2. Los aspectos políticos. Pese a los cambios
anteriores operados en la isla, los sucesivos gobiernos españoles, absorbidos
por los problemas internos y presionados por los grupos colonialistas, que se
oponían a cualquier cambio que pudiera reducir sus ganancias en la explotación
de la isla, siguieron una política colonial errónea y poco previsora. Eludieron
continuamente las sucesivas promesas hechas desde 1837 hasta 1878 (convenio de
Zanjón) de otorgar una relativa autonomía a la isla, reducir sus barreras
arancelarias y controlar los abusos que los trabajadores de las plantaciones
sufrían por parte de los grandes hacendados.
El tímido proyecto autonomista que los liberales sacaron a finales de 1894 no encontraba acogida, ni entre los sectores
asimilistas, que habían vinculado sus intereses a la perduración del gobierno
español en la forma existente, ni entre los débiles sectores reformistas
isleños, ni entre los independentistas, que dirigidos por José Martí —muerto en
1895—, Antonio Maceo y Máximo Gómez: y apoyados por los Estados Unidos, tenían
la insurrección madura y en marcha. Además, los políticos del turno
consideraban que de Cuba no se podía salir sin combatir, porque lo contrario
supondría un deterioro político gravísimo que pondría en peligro el sistema
mismo de la Restauración. Por eso rechazaron las propuestas de Estados Unidos
para buscar una salida pacífica al problema mediante una transacción económica
o con la concesión de un régimen de autonomía.
a.3. Los intereses norteamericanos. También para Estados
Unidos Cuba fue importante, pues significó el inicio de un imperialismo sobre
el Caribe y el Pacífico, con lo que se convirtió en una potencia mundial con
intereses exteriores. Los políticos estadounidenses eran firmes partidarios de
la independencia cubana, no por sí misma, sino porque significaba el abandono
por los europeos de su última colonia americana y la posibilidad de explotar la
riqueza de la isla en exclusiva. Las compañías azucareras y la opinión pública
respaldaban la independencia, y el apoyo gubernamental fue continuo: primero
diplomáticamente, presionando al gobierno español para hacer concesiones de
autonomía o acceder a una compra; después se convirtió en un apoyo material y
en una presión favorable a la insurrección, y, por último, en una intervención
directa. Al final, los estadounidenses, no deseaban una Cuba autónoma como
alternativa a una Cuba española, por lo que cualquier posibilidad de concesión
por parte de España —excepto la independencia— estaba destinada a no hallar
acogida.
a.4. La política exterior española en el contexto
internacional.
Siguiendo el pensamiento de Cánovas y otros políticos, que partían de la idea
de la decadencia de los países latinos frente a la emergencia de las potencias
germanas y anglosajonas, España desarrolló hasta los años noventa una política
de recogimiento que buscaba no involucrar al país en compromisos
internacionales. Se trataba de respetar el equilibrio entre las potencias para
no tener que enfrentarse a ninguna de ellas, justo cuando éstas se lanzaban a
la expansión imperialista y España mantenía colonias diseminadas por el mundo.
Aunque los liberales iniciaron después una débil integración diplomática,
España careció de apoyos cuando los necesitó en 1898, pero ello se debió en
gran parte a que la redistribución colonial de finales de siglo fue una
cuestión de relaciones de fuerza en todo el mundo, en la que los más débiles
debieron desistir ante los más fuertes.
B. El desarrollo del conflicto (1895-1898).
El
comienzo de la insurrección cubana en el año 1895 centró toda la acción
gubernamental española, que experimentó vaivenes entre las medidas de tipo
militar y las de tipo político. Pueden señalarse dos etapas en el conflicto
claramente separadas por la intervención directa en el misino de los EE.UU:
b.1. La guerra hispano-cubana (1895-1897). Inicialmente, el
gobierno liberal de Sagasta intentó ante la sublevación explorar las
posibilidades de una política conciliatoria y envió a la isla al general
Martínez Campos, esperando que pudiera repetir la pacificación de los años
setenta. Pero pronto descubrió que no era posible, pues ahora la insurrección
estaba mejor organizada y más extendida, por lo que el nuevo gobierno de
Cánovas adoptó en 1896 una política de mayor dureza dirigida por el general
Weyler y aumentaba las tropas españolas en la isla hasta superar los 200.000
soldados.
Se inició así una dura guerra de desgaste
en el que la superioridad militar española se compensaba con el dominio del
terreno por los guerrilleros cubanos, que recibían armamento y suministros
estadounidenses. A mediados de 1897 la estrategia de Weyler (aislar a la
guerrilla reprimiendo con brutalidad todo apoyo popular y concertando a la
población, rural en áreas fortificadas), comenzaba a dar frutos, de manera que
la mitad de la isla estaba pacificada. Se optó entonces por una vía
conciliatoria dando prioridad a los cambios políticos sobre las operaciones
militares: Weyler fue relevado por el general Blanco y en noviembre se concedió
una amnistía y un régimen de autonomía política que establecía la igualdad de
derechos entre los peninsulares y los antillanos y que daba una especie de
Constitución para la isla en la que, al estilo de los dominios británicos, se
instituía un gobierno propio, una Cámara de representantes y un gobernador
general. Aunque se logró incorporar a algunos dirigentes autonomistas y en
enero de 1898 tomaba posesión el nuevo gobierno cubano, el tiempo de las
reformas había pasado.
b.2. La guerra hispano-norteamericana (1898).- Tanto el gobierno como gran parte de la
opinión pública estadounidense, influida por los ideólogos del imperialismo
norteamericano, y preparada en favor de la guerra por las campañas de los
periódicos de Hearst y de Pulitzer, eran
partidarios de la intervención directa en Cuba. El incidente que la propició
fue la explosión en la bahía de La Habana, el 15 de febrero de 1898, del
acorazado estadounidense «Maine», enviado para «proteger los intereses
norteamericanos en la isla», y en la que hubo 254 muertos. Estados Unidos, tras
una rápida y particular investigación de la voladura del barco atribuyó toda la
responsabilidad a España, a quien correspondía garantizar la seguridad en el
puerto. Rápidamente, lo que era una atribución indirecta fue convertida por la
prensa norteamericana en una responsabilidad directa sobre la explosión del
barco. En esas condiciones, el gobierno de Washington propuso primero, en el
mes de marzo, la compra de la isla, y, tras la previsible negativa española y
el fracaso de un intento de mediación patrocinado por las potencias europeas,
el 18 de abril, a petición del presidente McKinley, el Congreso norteamericano
aprobó una resolución que era un verdadero ultimátum: Cuba debía ser libre e
independiente, España debía renunciar a la soberanía y retirarse de la isla y
se autorizaba al presidente de los Estados Unidos a movilizar recursos
militares para conseguir estos objetivos, si en tres días no eran aceptados
estos términos por el gobierno español. Así, la guerra era inevitable.
El desarrollo de las
operaciones fue rápido y contundente, tanto por la proximidad para los
estadounidenses de los objetivos a sus bases, como, sobre todo, por su
apabullante superioridad material y técnica, más naval (capacidad de fuego y
protección blindada) que en las fuerzas de tierra. Fue primero en Filipinas, un
lugar en el que la situación parecía más favorable a los españoles, donde la
guerra comenzó a tener su previsible y rápido desenlace. En un momento en que
ni siquiera estaba decidida la incorporación de Hawái a la Unión (ocurrirá ese
año), se envió una escuadra desde EE.UU. que el 1 de mayo aplastó a la española
en Cavile; el 14 de agosto, cuando ya se había firmado el armisticio y casi sin
combate, Manila fue tomada.
En cuanto al Caribe, las
autoridades españolas, conscientes de la abrumadora superioridad
estadounidense, decidieron enviar la flota del almirante Cervera; cuando llegó
en el mes de mayo se vio bloqueada en el puerto de Santiago de Cuba y al salir
el 3 de julio fue hundida, mientras el día 17 se rendía la ciudad. A finales
del mismo mes de julio nuevos contingentes norteamericanos desembarcaron en la
isla de Puerto Rico y, no sin problemas, la ocuparon.
En esas condiciones, el
12 de agosto España pidió un armisticio y firmó el protocolo de Washington,
previo al tratado de paz, aceptando ya la renuncia a su soberanía sobre las
islas, y el 10 de diciembre de 1898, por el “Tratado de París”, España
renunciaba definitivamente a su soberanía sobre Cuba, a la que concedía la
independencia y cedía a Estados Unidos las islas Filipinas, Puerto Rico y la
isla de Guam, en las Marianas, a cambio de 20 millones de dólares.
C. Las
consecuencias de la guerra para España.
La derrota fue un aldabonazo cuyos efectos
hacen del fin de siglo un momento histórico crucial:
c.1. El fin del imperio colonial. Si bien el Tratado de París no significaba la completa desaparición de
todo el antiguo imperio español, ésta acabó por producirse enseguida: el
gobierno español, consciente de la imposibilidad de mantener los últimos
reductos, en esa suerte de redistribución colonial entre las grandes potencias
y para compensar la influencia anglosajona en Filipinas, cedió a Alemania por
el Tratado hispano-alemán de 1899, las islas Marianas (excepto Guam), las
Carolinas y las Palaos, a cambio de 15 millones de dólares. Así España quedó
reducida a la condición de pequeña potencia europea, cuyo interés estratégico
residía en controlar parcialmente el estrecho de Gibraltar y cuyas ambiciones
imperialistas se reducían a África (en especial, al norte de Marruecos).
c.2. Las pérdidas humanas y materiales. Se calcula que las guerras de 1895-1898
costaron en conjunto unas 120.000 muertes, de los cuales la mitad fueron de
soldados españoles, la mayoría debidas a enfermedades infecciosas que dejaron,
además, graves secuelas en los supervivientes. Si al principio estos daños no
repercutían demasiado en una opinión pública adormecida y jaleada por el
patriotismo domínate, poco a poco comenzaron las protestas y se fue extendiendo
la amargura entre las familias pobres cuyos hijos habían sido enviados a las
colonias por ríe poder pagar la exclusión de las quintas. Los perjuicios
psicológicos y morales fueron asimismo importantes: los soldados retornaban
heridos, mal atendidos, pasando hambre, mutilados o tarados por la guerra. A
ello se añadía la desmoralización de un país consciente de su propia debilidad
y de lo inútil del sacrificio.
Las pérdidas económicas, si bien no fueron
excesivas en la metrópoli ni tuvieron graves consecuencias inmediatas, salvo la
subida de los precios de los alimentos en 1898, sí que llegarían a medio plazo:
se perderían los ingresos procedentes de las colonias, los mercados
privilegiados que éstas suponían para los productos españoles y ciertas
mercancías que, como el azúcar, el cacao o el café, deberían comprarse en el
futuro a precios internacionales A cambio, hubo una repatriación de capitales,
sobre todo hacía el N. de España, que fueron el punto de partida de la creación
de sociedades mercantiles y de importantes entidades bancarias.
c.3. Las consecuencias políticas. El impacto sobre el sistema político resultó inevitable, y derivó de
la incapacidad de los sucesivos gobiernos para evitar primero, controlar
después y, finalmente, vencer en tres guerras que se les escaparon por completo
de las manos. El desgaste fue de ambos partidos, pero afectó primeramente al
Liberal y a Sagasta, a quien tocó la misión de afrontar la derrota. Pero eso no
supuso cambios súbitos en el panorama político: el gobierno se mantuvo en el
poder y se acallaron las escasas críticas y protestas promovidas por
socialistas, anarquistas, o algunos intelectuales (Unamuno) o políticos
republicanos (federalistas), nacionalistas (Arana) o carlistas. Sólo a los
pocos meses comenzaron a configurarse algunas acciones tendentes a transformar
la vida pública y regenerar el país, tanto desde dentro de! sistema como desde
fuera. Esto también sería el final de la carrera de la primera generación de
dirigentes políticos de la Restauración, que debió ceder el terreno a nuevos
líderes, como Francisco Sírvela y Antonio Maura, en el Partido Conservador, o
Eugenio Montero Ríos y José Canalejas, entre los liberales.
Pero quizá fue más grave el desprestigio militar, derivado cié
la contundencia de la derrota: pese a la capacidad demostrada por algunos
generales y al valor- de las tropas, era evidente que el Ejército, pese a las
impopulares quintas, a los recursos materiales y a los sacrificios humanos, no
había estado preparado para un conflicto como el ocurrido, aunque, al final, la
responsabilidad era más política que militar. Así, con el daño a la imagen del
Ejército y la desmoralización de éste, que atribuye responsabilidades a los
políticos, resurgirá el problema militar en España.
Buenas! Guadalupe, ¿Subirás también esta vez la lista de Conceptos y Cuestiones de estos temas?
ResponderEliminarGracias! :)
DAA
Buenas, corazón... ¡llegas taardeee!
ResponderEliminarYa están subiiidoos!!!