En 1923 la sociedad española y la vida política
se encontraban en una situación de crisis insostenible, que se arrastraba desde
1917. El 13 de septiembre el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera,
proclamó el estado de guerra. El gobierno dimitió y el rey entregó el poder a
los sublevados, consumándose el golpe de estado, que fue recibido con alivio
por la mayoría de los españoles, muy especialmente, la burguesía catalana. En
el manifiesto que Primo de Rivera dirigió a la nación anunciaba la llegada de
un nuevo régimen, provisionalmente en manos de los militares. En contra de la
tradición golpista del XIX, por primera vez un militar no pretendía un cambio
de gobierno sino construir un régimen estable, una dictadura, proclamando su
decisión de eliminar las elecciones y suprimir el Parlamento.
Tras la disolución de las Cortes se formó un Directorio Militar
cuyo presidente era Miguel Primo de Rivera, que contó con el apoyo del rey en
todas sus resoluciones. La reacción popular fue favorable, o al menos pasiva;
se pensaba que iba a poner fin a un sistema que se había demostrado incapaz de
resolver los problemas del país. En 1924 se crea el partido de La Unión
Patriótica, en el que Primo de Rivera intentaba agrupar a todos aquellos políticos
que apoyaban al nuevo régimen, para devolver progresivamente el poder a los
civiles. No era propiamente un partido único como en el caso del fascismo
italiano, pues los demás partidos no fueron ilegalizados.
El Directorio Militar se transformó en un Directorio Civil
en diciembre de 1925, al nombrar un gobierno formado por antiguos miembros de
los partidos del turno, que fue refrendado por el pueblo mediante un
plebiscito. La intención de Primo de Rivera era institucionalizar un sistema corporativista,
en el que unos cuerpos intermedios sustituyesen a la voluntad general de la
nación.
En 1927 convocó una Asamblea Nacional Consultiva, que debería preparar y presentar al
gobierno, una legislación que regulara el procedimiento para la vuelta a un
sistema constitucional. En 1928 se reunió la Asamblea, pero en ningún momento
existió acuerdo entre sus miembros respecto al futuro régimen constitucional
que debía tener el país. En resumen, la Dictadura fue incapaz de encontrar una
fórmula institucional alternativa a la de los años pasados.
A
lo largo de estos años la dictadura se centro en afrontar los problemas más graves del momento:
En
primer lugar, la cuestión de Marruecos.
La primera medida fue resolver el tema de las responsabilidades por el desastre
de Annual echando tierra sobre el expediente Picasso, y luego resolver el
problema de la guerra en Marruecos. Aunque se mostró partidario de retirar las
tropas de las zonas recientemente conquistadas, en contra de la opinión de la
mayoría del ejército, una maniobra suicida de Abd-el-Krim favoreció la
colaboración de España y Francia en una acción conjunta. Los españoles
desembarcaron en la bahía de Alhucemas al mismo tiempo que los franceses
atacaban desde Fez, montañas arriba. El líder árabe quedó acorralado y se
entregó a los franceses. La paz llegó en 1926. Fue el mayor éxito de la
dictadura y lo que prolongo su existencia más allá de lo esperado.
En
el ámbito social, la
política corporativista buscó un nuevo modelo de relaciones laborales, mediante
una corporación que integrase a patronos y obreros, intentando así evitar la
conflictividad. En 1926 se creó el Consejo del Trabajo (Organización
Corporativa Nacional), con representación de obreros y empresarios, pero bajo
control estatal, al estilo del sindicato vertical implantado por Mussolini en
Italia, que se ocuparía de la negociación entre patronos y trabajadores. El
sindicato UGT se prestó a colaborar en un principio, llegando a copar los comités,
aunque más tarde se retiró, mientras la CNT se negó en absoluto a participar,
lo que hizo fracasar el proyecto. Sin embargo, la postura colaboracionista de
algunos socialistas creó una división en el seno del PSOE y la UGT cuando
algunos dirigentes participaron en las instituciones de la Dictadura (caso de
Largo Caballero, que entró en el Consejo del Trabajo tras la muerte
en 1825 de Pablo Iglesias).
La
política
económica de la dictadura fue muy proteccionista e
intervencionista, encaminada a la nacionalización de la industria (aparecieron
monopolios estatales como CAMPSA y Tabacalera) y a la regulación del mercado,
limitando artificialmente la competencia, fijando los precios y limitando la
instalación de nuevas fábricas. El Gobierno estimuló también las obras públicas
para favorecer el desarrollo industrial, construyendo carreteras, centrales
hidroeléctricas o invirtiendo en la industria pesada (siderometalúrgica,
cemento), sectores fundamentales donde era necesaria una fuerte inversión que
la clase empresarial española era incapaz de afrontar. Aunque a corto plazo fue
una política positiva que favoreció el desarrollo industrial, eliminó el paro y
ayudo a la paz social, a la larga generó una enorme deuda pública que heredó la
II República, hipotecando muchas de sus actuaciones.
En 1928, los apoyos a la
dictadura comenzaron a flaquear, tanto por parte de los políticos, como de la
sociedad, de los militares y del propio Alfonso XIII. Ante la falta de apoyo, Primo
de Rivera presentó su dimisión el 27 de enero de 1930, inmediatamente aceptada
por el rey, y marchó al exilio. Después de la dimisión de Primo de Rivera se
hizo cargo del Gobierno el General Berenguer, que anunció una vuelta al régimen
constitucional del 76 y la convocatoria de elecciones generales. Calificado de dictablanda por algunos y de error por otros (Ortega y Gasset),
el gobierno fue perdiendo credibilidad, lo mismo que la monarquía, al limitarse
a ofrecer una vuelta al fracasado sistema canovista. En 1930, los republicanos se
habían convertido en un referente político de la sociedad española, que
identificaba cada vez más, república con democracia.
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