Con Felipe V de Borbón se instauró en España el
absolutismo monárquico impuesto por su abuelo, Luis XlV, en Francia. De esta
forma, el rey pasaba a ser el único depositario de la soberanía de origen
divino, concentraba todos los poderes: legislativo, ejecutivo y judicial y, además, centralizaba gran parte del poder
territorial en su figura.
Su victoria en la Guerra de sucesión le permitió
instaurar un nuevo modelo de Estado centralizado y para ello fueron fundamentales
los llamados Decretos de Nueva Planta:
disposiciones legislativas promulgadas como represalia por el apoyo que los territorios
de la corona de Aragón prestaron al archiduque Carlos de Austria, que
supusieron la abolición de los fueros e instituciones propias de dichos territorios,
e imponiéndose las leyes e instituciones castellanas.
Los decretos derogaron instituciones como las
Cortes de los distintos reinos, sus diputaciones permanentes, como la Generalitat,
el cargo de Justicia Mayor, sus tradicionales concejos municipales, así
como sus sistemas fiscales y monetarios
propios. Igualmente, quedaron suprimidos las aduanas y los puertos secos
interiores de la Corona aragonesa. No obstante, los territorios aragoneses
pudieron conservar alguna de sus singularidades, como su derecho privado. Del mismo
modo, tampoco asimilaron el sistema fiscal castellano, ya que se establecieron
diversas formas de contribución según los territorios: el catastro en Cataluña,
el equivalente en Valencia, la única contribución en Aragón y la talla en
Mallorca. Los virreinatos de la Corona de Aragón también fueron suprimidos, sustituidos
por las capitanías generales.
Los Decretos fueron aprobados para Aragón y
Valencia en 1707, Mallorca en 1715 y Cataluña en 1716. A partir de este
momento, su organización político-administrativa estaría basada en la de
Castilla y se imponía la obligación del uso del castellano como lengua
administrativa y jurídica.
Los Decretos de Nueva
Planta, junto con otras medidas de reforma, supusieron una profunda transformación de la administración territorial y local.
Aparecieron nuevas instituciones y cargos que representaban la autoridad real
en los distintos territorios y configuraban un sistema basado en tres grandes
pilares: los capitanes generales, los intendentes y los corregidores.
Las capitanías generales sustituyeron a los antiguos virreinatos y constituyeron el vértice del
poder político y militar territorial. Se establecieron en las áreas más
delicadas, las fronteras, para cumplir funciones estratégicas. Al frente, los
capitanes generales ejercían una triple misión: la representación real, el
gobierno político, y la vigilancia del orden público y de la defensa nacional.
Solo el rey se situaba por encima de las atribuciones del capitán general. En
la tarea de la justicia siguió existiendo la Audiencia.
Las intendencias, de origen francés, eran circunscripciones controladas por un intendente.
Sirvieron, en algunas ocasiones, para configurar la futura administración
provincial. Los intendentes poseían atribuciones de carácter fiscal, judicial
o, incluso, militar. También supervisaban las obras públicas y el fomento de la
actividad económica. Resultaron una pieza decisiva de la nueva administración
borbónica.
En el ámbito local los cambios también fueron
notables: el control del monarca sobre los gobiernos locales anulaba la autonomía
de que habían gozado hasta entonces. Los Concejos o Consells dejaron
paso en los Ayuntamientos a los Corregidores, nombrados y
controlados por la corona, según el modelo castellano. Las oligarquías locales
monopolizaron la gestión de los impuestos, las obras públicas o la asistencia
social. Fue durante el reinado de Carlos III cuando se produjo la más destacada
reforma del régimen municipal (1766), con la creación del procurador síndico personero, que era la voz del común de vecinos
de la localidad; del diputado del común,
encargado del control de los abastecimientos y. mercados; y los alcaldes de barrio, vecinos ejemplares
que centraban su labor en velar por el cumplimiento de las ordenanzas municipales.
Los dos primeros cargos eran de elección popular, aunque ello no significó una
democratización del gobierno municipal.
En el ámbito estatal, desaparecieron los
Consejos territoriales, manteniéndose únicamente el consejo de Castilla y el de
Indias. Las Cortes dejaron de tener la función de siglos anteriores.
Desaparecieron las de los antiguos reinos y tan sólo quedaron las de Castilla,
que pasaron a denominarse “Cortes Generales del Reino”.
En definitiva, el poder del monarca salió
fortalecido y los decretos de Nueva Planta, aplicados a los reinos de la ya
desaparecida Corona de Aragón supusieron un nuevo Estado de corte absolutista
y centralizador. Al contrario que los
territorios aragoneses, las provincias vascas y Navarra conservaron sus
instituciones (Cortes de Navarra), sus fueros, sus aduanas interiores e,
incluso, sus exenciones militares. Fue la recompensa de Felipe V por haberse
mantenido fieles a la causa borbónica.
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