Los
reinados de Carlos I de España y V de Alemania y de Felipe II ocupan la mayor
parte del S. XVI, y presentan algunos rasgos comunes, como la subordinación de los intereses castellanos y
aragoneses a la política europea, el esfuerzo ingente por mantener la hegemonía
española en el mundo, y la defensa a ultranza del catolicismo. Pero
también hay claras diferencias: mientras que Carlos I fue un monarca europeo,
cosmopolita y de talante abierto, Felipe II fue un rey nacido y educado en
Castilla, que apenas salió de España, burócrata y con tendencias autoritarias, lo
que facilitará el éxito de su “leyenda negra”.
Con
la llegada al tono de Carlos I, la corona de los reinos españoles pasaba
a manos de la casa de Austria o de Habsburgo, que reinará en ellos durante dos
siglos. En 1516, Carlos I, con diecisiete años, se hizo cargo del patrimonio de
sus abuelos matemos: Castilla (con sus territorios americanos, Canarias y las
ciudades del norte de África) y Aragón (con los territorios de Cerdeña, Sicilia
y el sur de Italia). En 1519, tras la muerte de su abuelo Maximiliano, recibe
los territorios patrimoniales de Austria, que incluían el derecho a ser elegido
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cosa que ocurrirá en 1520, siendo
proclamado emperador con el nombre de Carlos
V. A todos estos territorios había
que añadir los heredados de su abuela María de Borgoña (Países Bajos, Franco
Condado, Charoláis…).
A medida que Carlos iba
recibiendo las sucesivas herencias y un vastísimo conjunto patrimonial, fue
configurándose una idea imperial
calificada, en algunas ocasiones, como monarquía
universal. Esta idea cobró fuerza tras la elección de Carlos V como
emperador del Sacro Imperio en 1519. Personas muy cercanas al emperador, como
el intelectual Mercurino Gattinara o su preceptor flamenco, Adriano de
Utrecht, vieron en él una figura llamada a establecer la paz universal
cristiana, salvar la unidad de la Iglesia y luchar contra el islam.
El emperador fue un monarca
cosmopolita, y no dispuso ni de una capital
fija, ni de una residencia permanente. Sus posesiones fueron extensas, pero
también muy distantes y diversas, en unos tiempos en que los medios de
comunicación eran muy deficientes. De hecho, el imperio era un conglomerado de
reinos, con sus leyes e
instituciones propias, que se aglutinaban bajo la figura del emperador.
Con estas premisas es fácil
entender los numerosos conflictos a los que tuvo que hacer frente en su
reinado. Su nula relación previa con Castilla y sus ansias por obtener el título
de emperador provocaron la revuelta de las Comunidades de Castilla, que puso en
serios aprietos su reinado, aunque terminó con la victoria imperial en la
batalla de Villalar. En Europa, su idea del Imperio universal y del dominium mundi encontró una fuerte resistencia entre los príncipes gobernantes en los territorios imperiales, por lo que tuvo que hacer frente a una serie de conflictos permanentes,
que terminaron por agotar sus fuerzas.
Su elección como emperador y la competencia por el dominio de Italia provocará una situación permanente de guerra con Francisco I de Francia, su
gran enemigo. Su defensa de la Europa cristiana y hegemónica, le llevarán a la
guerra con “el turco”, evitando que ocupase Viena y fijando sus límites territoriales. Por último, su defensa de la ortodoxia católica le llevará a la guerra contra
los protestantes alemanes, a raíz de la reforma luterana. A pesar de su gran victoria en Mühlberg, se verá obligado a firmar la Paz de Augsburgo, reconociendo la libertad religiosa dentro del imperio. Agotado y fracasado,
abdicará en 1556, retirándose al Monasterio de Yuste, donde morirá en 1558.
Felipe II solo recibió una parte de la
herencia paterna pues Carlos, consciente de la dificultad de gobernar unos
territorios tan amplios y diversos, dejó el titulo imperial y la corona de
Austria a su hermano Fernando. A pesar de ello Felipe reunirá en su persona un
imperio territorial mayor que el de su padre, porque a los territorios de Castilla
(incluidos los del América y el Pacifico), de Aragón con sus territorios italianos
y los Países Bajos, añadió, en 1581, Portugal y su imperio ultramarino,
herencia que recibió a través de su madre, Isabel de Portugal. La muerte sin
descendencia del rey portugués, permitió a Felipe II reivindicar su derecho legítimo
a convertirse en rey de Portugal. Tras la entrada de las tropas del Duque de
Alba en Lisboa, las Cortes portuguesas proclamaron rey a Felipe II en 1581, lo
que significó la unión dinástica de ambas coronas y por tanto la consecución de la llamada “unidad ibérica”.
A diferencia
de su padre, asentó su Corte en Madrid, poniendo fin a la tradicional corte itinerante,
y se rodeó de consejeros castellanos en su mayoría, lo que dotó a su monarquía
de un carácter más hispánico. Si embargo,
su política exterior se inspiró en los mismos principios que la de su padre:
defensa del catolicismo y de la hegemonía española en el mundo.
Heredó, por tanto, algunos conflictos de su padre como la lucha contra Francia, a la que derrotó definitivamente en la batalla de San Quintín, y contra los turcos, derrotados por la Liga Santa en la batalla de Lepanto. Pero surgieron nuevos problemas como la sublevación contra el dominio español de los Países Bajos, provocando una durísima guerra de cien años (1568-1668), que terminará con la independencia de Holanda en el siglo XVII. A este conflicto se unirá la rivalidad con Isabel I de Inglaterra que condujo a un duro enfrentamiento, sobre todo en el mar. El apoyo de la reina inglesa a los piratas que asaltaban los galeones españoles que venían de América, así como el apoyo a los protestantes independentistas de los Países Bajos en su guerra contra España, llevó al monarca a intentar un ataque definitivo, con el envío de la Gran Armada (la invencible) en 1588. La expedición fue un fracaso y supuso un duro golpe para la armada española y para la propia hegemonía de España.
Heredó, por tanto, algunos conflictos de su padre como la lucha contra Francia, a la que derrotó definitivamente en la batalla de San Quintín, y contra los turcos, derrotados por la Liga Santa en la batalla de Lepanto. Pero surgieron nuevos problemas como la sublevación contra el dominio español de los Países Bajos, provocando una durísima guerra de cien años (1568-1668), que terminará con la independencia de Holanda en el siglo XVII. A este conflicto se unirá la rivalidad con Isabel I de Inglaterra que condujo a un duro enfrentamiento, sobre todo en el mar. El apoyo de la reina inglesa a los piratas que asaltaban los galeones españoles que venían de América, así como el apoyo a los protestantes independentistas de los Países Bajos en su guerra contra España, llevó al monarca a intentar un ataque definitivo, con el envío de la Gran Armada (la invencible) en 1588. La expedición fue un fracaso y supuso un duro golpe para la armada española y para la propia hegemonía de España.
Tantos años
de guerras, costeadas en su mayor parte por Castilla, llevaron a Felipe II a la
bancarrota en tres ocasiones. Al finalizar su reinado España estaba arruinada y
exhausta, y su imperio territorial se encontraba al borde de la desintegración.
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